Había una vez una muchacha llamada Elena, que vivía en una pequeña finca junto a su padre. Desde temprana edad, Elena anhelaba aprender a leer y aumentar su conocimiento. Cada mañana, se levantaba antes del alba para asistir a la primera misa del día. Luego, regresaba a casa, compartía el desayuno con su familia y se preparaba para trabajar en la finca.
Un día, el rey anunció que necesitaba doctores para su reino. Convocó a todos los jóvenes a participar en exámenes que les brindarían la oportunidad de estudiar medicina. Elena leyó el decreto real y decidió pedir permiso a su padre para participar.
Su padre tenía otros planes. Ya había elegido un futuro pretendiente para ella y no veía con buenos ojos que una mujer destinada a las tareas hogareñas y atender a su esposo estudiara una profesión. Pero Elena argumentó: "Si me caso, abandonaré esta casa. ¿Quién la mantendrá en orden? ¿Quién lavará los trastos? ¿Quién trabajará en la finca?"
El padre reflexionó y comprendió que Elena no solo era valiosa por su amor a la familia, sino también como una fuente de ingresos para el grupo familiar. Finalmente, le preguntó qué le haría feliz. Elena respondió con determinación: "Llévame a la ciudad para participar en los exámenes para estudiar medicina y de esa forma el rey te mandará una compensación monetaria por dejarme ir a estudiar".
El padre accedió, aunque pensaba que su asistencia a la escuela había sido mínima y no esperaba que pasara ningún examen. Pero aquí está el giro sorprendente: Elena pasó todos los exámenes con las mejores notas. Se convirtió en doctora y más tarde se convirtió en la primera mujer ministra de salud del reino.
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